Runas de sangre disponible en formato físico

Quizá sea un poco absurdo, en especial habida cuenta de los tiempos que corren, pero hasta que no veo en mis manos el libro en el que trabajo no lo considero terminado.
Así que puedo decir que he terminado Runas de sangre. Aquí tienen algunas fotos de prueba y muestra:

Runas de sangre

Podéis obtener Runas de sangre en formato físico o digital a través de este enlace. Bajo estas líneas, la vista previa:

Y para terminar, aprovecharé para poner aquí un extracto de las notas del libro, en el que hago una breve remembranza de los viejos días del fandom:

Los orígenes: Sangre y acero

Estaba en tercero de BUP, me parece. Entre clases —quizá durante alguna que otra pella—, recuerdo nítidamente la calle, larga y en cuesta, que subía desde el instituto José Caballero de Huelva hasta la avenida de las Fuerzas Armadas.
Allí estaba el bien conocido quiosco Visi… y los cómics. Años más tarde iría a tiendas de cómics mucho más grandes y mejor surtidas, pero por aquella época aquel rincón era un oasis en el desierto. Nunca me gustaron demasiado los cómics de superhéroes, así que era casi inevitable que recalase en los cómics de Conan. Después leería con fruición los relatos originales de Robert E. Howard, pero por aquel entonces solo conocía el personaje por la adaptación cinematográfica de John Milius (1982).
Así comencé a coleccionarlos, a atesorarlos casi. Por aquellos años, Forum publicaba varias colecciones del personaje, entre ellas la incombustible La espada salvaje de Conan. En diciembre de 1994, publicó el número 1 de Conan el aventurero. Esta colección, dibujada por el filipino Rafael Kayanan, me llamó la atención desde ese primer número por su estilo detallista y la inclusión de técnicas de artes marciales filipinas.
Sea como fuere, estos cómics tenían algo que, ahora, suena ingenuo, ridículo incluso, pero entrañable: el correo de los lectores, que funcionó como punto de encuentro para los aficionados a la espada y brujería (por usar la denominación del género de Fritz Leiber, mi favorita).
Repito: ahora suena ingenuo, hasta ridículo, pero háganse cargo: mediados de los 90. Internet era una palabra desconocida para el que esto suscribe (y para buena parte de los mortales); apenas si había foros de texto y las redes sociales, pura ciencia ficción (distópica, si me preguntan); Mark Zuckerberg tendría unos diez años. Angelito…
Gracias a ese correo del lector, muchos aficionados se conocieron; o, al menos, ese fue mi caso. Con uno de esos lectores asiduos a ese buzón, Andrés Díaz Sánchez, comencé una amistad forjada mediante largas, larguísimas cartas (cartas, sí; de esas que se escribían a mano y se enviaban por correo); amistad que, por cierto, aún perdura.
Por aquel entonces, yo había comenzado a escribir relatos de fantasía heroica y terror de forma esporádica, siguiendo un impulso tan fuerte como impreciso. Recuerdo bien que escribía los relatos a mano (bueno, aún lo hago), para mecanografiarlos luego en una Olivetti Lettera 32, verde y pesada, con las teclas duras como un cuerno, la misma en la que mi padre me había enseñado (gracias, papá) el método de mecanografiar con diez dedos.
Es de justicia reconocer que la correspondencia con Andrés me sirvió de acicate e inspiración para escribir más y mejor. A lo largo de muchas cartas, en las que intercambiábamos relatos —unos pocos de los míos, decenas de los suyos; decir de Andrés que es prolífico es quedarse corto—, fanzines, libros y hasta CD de música, el proyecto de coeditar un fanzine para dar salida a nuestros relatos fue, poco a poco, cobrando forma.
En el ínterin, había publicado en el fanzine Mundos perdidos, del marinense Maximino González Barros, con el relato Más allá de la muerte (poco más que un ejercicio de estilo barroco, primerizo y plagado de excesos). En este fanzine colaboré además con la maquetación; aquella experiencia me sirvió para desperezarme y asumir la tarea de maquetar, con más gana que maña, el primer número del fanzine Sangre y acero: Aventura, épica y fantasía heroica.
Este primer número salió a finales de 1998. El primer relato de Daramad Mur Asyb, La conjura, lo publiqué, sin embargo, en el n.º 2 (en agosto de 1999).
De esa época guardó un recuerdo grato e imborrable; cuánta ilusión, cuánta energía; y, también, cuánta ingenuidad. Ahora me parecen admirables los esfuerzos ímprobos que teníamos que hacer para editar un fanzine (poco más que un puñado de fotocopias grapadas) del que tirábamos apenas cien ejemplares, que después había que distribuir por correo, uno a uno, a los suscriptores.
Pero no había otra. Luego vendría Internet. Y, con el tiempo, la autopublicación. Pero esa es otra historia.