Carta a mi hijo
3480 gramos, rezaba la báscula. Me acerqué a ti y al verte se desvanecieron el cansancio de la noche en vela y la inquietud de tantos meses de espera, y pronto me asaltó una mezcolanza de sentimientos. Alivio, en primer lugar. Euforia, también. Y sobre todo orgullo. Orgullo de padre.
Respirabas con ahínco esas primeras veces, exhausto seguramente tú también tras los trabajos del parto; hacías honor a tu nombre. Martín. Guerrero, en la sabia lengua del Imperio romano.
Naces, hijo, a un mundo viejo y sórdido. Muchos otros lo han mirado antes que tú con buenos y malos ojos. Pero eso poco importa. Lo que importa es qué veas tú al mirarlo y cómo decidas hacerlo, y eso depende de ti tan solo.
Consejos, hijo, pocos tengo de provecho que darte. Aprovecha cada momento; sé humilde, calla y observa, y tal vez así aprenderás algo útil en tu jornada por esta vida. Puede que encuentres la felicidad en tu camino, puede que no.
Llevas apenas un suspiro en este mundo y ya me has ayudado, hijo, más que ningún otro. Gracias a ti he comprendido qué es lo que importa realmente en esta vida; muchos de los quebrantos del pasado me parecen ahora naderías.
Por todo esto te doy gracias, Martín, hijo mío. Ya te quiero con todo mi corazón, así que tan solo me queda prometerte ser el mejor padre posible para ti.
Ojalá esté a la altura.