El lenguaje en las historias de fantasía (i)
Siguiente informe Ouróboros (y van ocho). En esta ocasión abordamos el tratamiento del lenguaje en las historias de fantasía, a modo de reflexión sobre su empleo. Por su extensión (más de 13.000 palabras) he decidido publicarlo en dos entregas. Aquí va la primera; espero que os parezca interesante.
1. Introducción
La patria de un escritor es su lengua.
Francisco Ayala
En la literatura, las palabras lo son todo. Emplear el lenguaje más adecuado para una historia es vital para que esta consiga los propósitos que nos hemos marcado como escritores; en el caso que nos ocupa, las narraciones fantásticas, aún más si cabe: estamos tratando de que algo inverosímil aparezca como verosímil, que el lector suspenda su incredulidad y decida creerse una historia en la que, por lógica, no debería creer.
Una de las estrategias fundamentales para conseguirlo es el empleo de un lenguaje adecuado. No pocas novelas causan el disgusto del lector al emplear términos claramente inadecuados para el trasfondo de la historia: gente de épocas similares al medioevo hablando de intervalos de tiempo con una precisión de horas y minutos, campesinos y nobles hablando de una forma similar, expresiones actuales en boca de personajes de épocas supuestamente pretéritas, etcétera; es obvio que un lenguaje inadecuado puede dar al traste con una historia que sobresalga en otros muchos aspectos. En el otro extremo, un buen lenguaje puede conseguir una inmersión casi perfecta en el ambiente de la historia, hacer que el trasfondo sea vívido y creíble y que sus personajes semejen seres de carne y hueso y no pálidos reflejos de cartón piedra.
Por último, no puede olvidarse que cuidar el lenguaje de nuestros textos es la obligación de todo escritor que se tome en serio su labor.
2. El lenguaje del narrador
Tan importante como el lenguaje de una historia es la voz que la narra, dado que la condicionará por completo: dos historias narradas desde distintos puntos de vista (narradores) pueden ser (y en la mayoría de las ocasiones lo son) completamente diferentes. Para nuestras consideraciones tendremos en cuenta los dos arquetipos básicos de narrador, entre los cuales se sitúa toda la gama de posibles narradores: el omnisciente y el parcial.
(El lector puede acudir al informe Ouróboros sobre narradores [publicado en dos entregas: primera y segunda] para profundizar en las distintas perspectivas desde la que es posible narrar una historia.)
El narrador omnisciente
El narrador omnisciente no tiene ningún tipo de limitación al lenguaje, como tampoco la tiene a la hora de conocer aspectos de la historia o de los personajes. No obstante es perfectamente posible que la omnisciencia esté “atribuida” a un narrador del que conocemos detalles personales e incluso que puede ser un personaje más de la historia; en esos casos, respecto al lenguaje, el escritor debería atenerse a las limitaciones propias del narrador como personaje: si, por ejemplo, se trata de un narrador en primera persona que ha asumido las funciones de un omnisciente y el personaje es un hombre de poca o nula formación, será difícil asimilar el hecho de que refiera su narración con un lenguaje culto.
Volviendo a los narradores omniscientes más “clásicos”, pese a que estos no tienen limitaciones lingüísticas (salvo las del propio escritor, claro está), parece obvio pensar que no contarán dos historias completamente diferentes usando un mismo lenguaje. Cada historia requiere un tono adecuado para favorecer la inmersión del lector en la historia y el estilo del escritor debe adaptarse satisfactoriamente a él.
Uno de los aspectos principales es el vocabulario empleado. En las historias de fantasía, pese a que el narrador podría usar un lenguaje en el que abundaran las expresiones cotidianas, lo más adecuado es sin duda usar un vocabulario adecuado para la época, real o equivalente, en la que se desarrolla la historia. De esa forma favorecemos la inmersión del lector en la historia y ayudamos a que se produzca la suspensión de la incredulidad, amén de conseguir que la presencia del narrador sea menos notoria. Además, si los personajes de una historia hablan de acuerdo a la época en la cual viven, el contraste entre sus expresiones y el lenguaje del narrador será muy contraproducente.
No obstante, no siempre resulta fácil elegir el vocabulario más adecuado al trasfondo de una historia. Resultará muy conveniente tener bien detalladas las características sociales del trasfondo en que transcurre y puede ser interesante además definir una lista de “términos vetados”, palabras y expresiones que no se utilizarán bajo ninguna circunstancia por ser completamente inadecuadas para la ambientación de nuestra historia.
Un ejemplo de términos o expresiones inadecuadas pueden ser las referencias temporales y de distancias precisas, si nuestra sociedad carece del nivel de desarrollo oportuno para que estas tengan sentido: al emplear en un entorno bajomedieval expresiones como “dentro de quince minutos”, “a los pocos segundos”, “medía unos quince centímetros”, “había recorrido veinte kilómetros” lo único que consigue es destruir la atmósfera que se pretendía crear. Una alternativa excelente consiste en elegir medidas de longitud, peso y volumen adecuadas al contexto de nuestra historia y evitar nuestro actual sistema métrico (como por ejemplo, codo, pie, vara, braza, legua, cuartillo, fanega, etcétera) y, para las expresiones temporales, ser imprecisos con ellas salvo que la cultura en cuestión disponga de la tecnología necesaria para medir el tiempo con precisión (suponiendo, además, que usen el mismo sistema que el actual).
Conviene además tener especial cuidado con las expresiones hechas, que encierran muchos peligros por su marcado origen etimológico y, en general, no emplear vocablos cuya etimología sea demasiado “perceptible”, como por ejemplo sarracina, dantesco, chauvinismo… O posibles palabras de ambientación como toledana, damasquinado, etcétera.
El narrador parcial
En este caso el lenguaje estará más o menos limitado según la “parcialidad” de nuestro narrador, que puede tener diversos grados. Al focalizar la historia desde un punto de vista determinado (habitualmente un personaje, al que denominaremos a partir de ahora como personaje–foco), de forma que el lenguaje que usemos deberá plegarse (más o menos según el grado de parcialidad, repetimos) al punto de vista elegido. En el caso de elegir un personaje como foco de la narración, un narrador parcial perfectamente estricto debería emplear un vocabulario adecuado al personaje y expresarse según el estado de ánimo de este. Esto puede ser una importante ventaja o un serio contratiempo: pensemos en una historia narrada desde el punto de vista de un niño de ocho años ciego, en la que empleemos un narrador parcial sumamente estricto: además de estar constreñidos por las percepciones sensoriales del personaje–foco, dispondremos de un vocabulario sumamente limitado, propio de un niño de ocho años.
Si bien esta limitación del lenguaje puede resultarnos problemática, gracias a ella se consigue particularizar la narración de los hechos y se contribuye de forma decisiva a la credibilidad y singularidad de los personajes descritos, dado que estos serán fácilmente identificables no solo por lo que cuentan, sino por el cómo lo cuentan.
Valga el siguiente ejemplo para ilustrar esto: una historia en la que se emplean dos narradores, centrados en personajes antagónicos: uno, un ratero de los suburbios y el otro, un erudito de noble cuna. Usados para narrar hechos distantes pero complementarios, utilizando un lenguaje apropiado a cada personaje, se consigue infundir una credibilidad y viveza a lo narrado difícil de obtener con un único y monocorde narrador omnisciente.
El concepto del lenguaje–foco
El concepto del lenguaje–foco puede resultar muy útil para el análisis de los problemas narrativos que conlleva una historia fantástica. En sí, el concepto es simple: tal y como existen, o pueden existir, una serie de personajes–foco desde los cuales narramos una historia, existirá de forma obligatoria un lenguaje con el cual se transmite dicha narración.
Ese lenguaje de referencia es nuestro lenguaje–foco, el que utiliza el narrador, que no tiene por qué, ni mucho menos, coincidir con el lenguaje en el que estamos leyendo el texto. Este detalle, que parece poco importante, tiene una importancia vital y puede crear paradojas como esta: un personaje de una obra traducida al español con un lenguaje–foco como el inglés, por poner un ejemplo frecuente, que es incapaz de entender lo que dice un español (es habitual, por otra parte, recurrir a las cursivas para señalar los fragmentos de un texto que están en lenguaje de la traducción en la obra original).
Resulta interesante analizar el concepto del lenguaje–foco en el cine: muchas películas lo van cambiando según sea necesario. Otras consideran que el lenguaje–foco es el de la lengua original de la nacionalidad —casi siempre inglesa— de la película; para el resto usan subtítulos. Así, tenemos muchos casos curiosos cuando se traduce una película a una de las lenguas que aparecen subtituladas en la película. Por ejemplo, que un personaje necesite un traductor para entender la lengua en la que está hablando gracias al doblaje.
En todo caso, es posible ignorar los problemas que acarrea el concepto del lenguaje–foco si usamos un narrador omnisciente sin un solo atisbo de parcialidad en ese sentido. Así, este narrador traduciría él solo y de forma automática todo lenguaje extraño a su propio lenguaje–foco. No hará falta decir que es una estrategia muy discutible y tal vez incluso pudiera ser considerada como negligente, debido a que el narrador y sus manipulaciones se hacen demasiado evidentes. Hay casos en las que no caben objeciones, como la de un narrador en primera persona que deja testimonio de algo (y que es capaz de traducir, y de hecho traduce, todo lenguaje ajeno al de la propia narración).
Sin embargo, en las narraciones de ficción no hay demasiados problemas, que no consideraciones, puesto que siempre puede recurrirse al lenguaje original en el caso de que se necesite reflejar a un personaje que emplee un lenguaje–foco distinto al de la obra; esto es, si el lenguaje–foco es el francés, un alemán que hablase se expresaría en alemán y tal cual se pondría su parlamento en dicho lenguaje.
El problema llega cuando se parte de un lenguaje–foco determinado y abundan las escenas en las que aparecen otros lenguajes–foco. El ejemplo más clásico es el de las narraciones de viajes, casi un género en sí mismas. El francés del ejemplo anterior se va a Alemania. No entiende alemán, por supuesto. Tenemos los siguientes casos:
(a) No aprende el lenguaje extranjero:
- El narrador, si es omnisciente, podría traducir al lector lo que el personaje protagonista no entiende. Esta es una solución más o menos objetable por los motivos antes aducidos (la presencia del narrador es muy notoria).
- El narrador es parcial, al menos en cuanto al lenguaje. Luego todo lo que esté en un lenguaje ajeno al lenguaje–foco es incomprensible. Hay un detalle que requiere atención: ¿cómo se representarán los parlamentos (frases de diálogos) y textos en un lenguaje ajeno al lenguaje–foco? ¿Tal cual? ¿Se omitirán?
Si los parlamentos se ponen en el lenguaje ajeno, con un narrador estrictamente parcial hay que suponer que este puede asimilar perfectamente la fonética del otro lenguaje, suposición que no es en absoluto intrascendente. Veamos el siguiente ejemplo:
Un español sin nociones de lengua inglesa viaja a Londres acompañando a su prometida inglesa, la cual habla perfectamente el español. La presentación del novio a los padres de su futura esposa desde una posición omnisciente, pero con el español como lenguaje–foco, bien podría ser esta:
El suegro: Hello. Have a sit, please. How are you?
La novia: Toma asiento, querido. Papá te pregunta que como estás.
El yerno: Eh, esto, dile que estupendamente. Muy bonita la casa, por cierto.
La novia: He’s fine. We had a nice flight. He likes very much our house, daddy.
Ahora probemos con un narrador mucho más parcial:
El suegro: Jelou. Javasit, pliis. ¿Jauar yu?
La novia: Toma asiento, querido. Papá te pregunta que como estás y tal.
El yerno: Eh, esto, dile que estupendamente. Muy bonita la casa, por cierto.
La novia: Jis fain. Güi jad anáis flait. Ji laics veri mach aur jaus, dadi.
En la segunda versión de la escena hemos adoptado una transcripción fonética del diálogo en inglés; no tendría que ocurrir lo mismo con un texto el mismo personaje lea, o intente leer, siempre que el alfabeto sea similar y el personaje pueda fijarse con calma.
(b) Aprende a chapurrear el lenguaje extranjero:
Tampoco está exento de reflexión este caso. Como el personaje puede entender, siquiera parcialmente, lo que oye o lee, y quizá hasta pueda hablarlo o incluso escribirlo, ¿se seguirá representando la lengua ajena mediante una “traducción fonética” al idioma propio, se asumirá que el personaje realiza una traducción a su lenguaje–foco o se adoptarán ambas soluciones? Acerca de la última opción, consiste en mostrar el parlamento o texto (tal o cual o una traducción fonética) primero y luego la correspondiente traducción del personaje: esta solución permite al lector que conozca la lengua ajena comprobar los más que posibles yerros del personaje al comprender la lengua y sus errores al emplearla.
Como apunte final, es perfectamente posible que en una misma obra coexistan distintos lenguajes–foco asociados a distintos narradores, si bien es una táctica muy extrema y que debería tener una buena justificación, dada la confusión que puede generar en el lector.
Los metatextos: textos en los textos
Usamos el término metatextos en este artículo para referirnos a los textos dentro de una historia: crónicas, fragmentos literarios, diarios, cartas, y un largo etcétera, textos que requieren también la debida atención.
En primer lugar no debe olvidarse que estos metatextos tienen que representar perfectamente no solo al autor de los mismos sino además el lenguaje de su época. Si se presenta un texto escrito supuestamente tres siglos atrás, debería haber diferencias en el lenguaje empleado respecto a un texto “actual”. No obstante, el principal problema es considerar cuál será dicho lenguaje actual, es decir, el que corresponda a la época de la historia.
Un recurso cómodo y muy verosímil es asimilar la época de nuestra historia con un equivalente histórico real y tomar elementos propios de los originales de esa época. Puede argumentarse que así es posible que las diferencias entre el lenguaje hablado y el escrito sean muy notorias. Esto no tiene por qué ser negativo. Al fin y al cabo, siempre ha existido en todas las culturas un abismo entre el lenguaje escrito y el hablado coloquialmente.
3. El lenguaje de los personajes
Uno de los usos más importantes del lenguaje es emplearlo para diferenciar a los personajes y dotarlos de personalidad propia; al fin y al cabo, la principal y más importante vía de expresión de estos es el diálogo. Una historia en la que los personajes hablan todos igual, de una forma neutra, revela una terrible pobreza de recursos en el escritor.
Podemos diferenciar el habla de los personajes para hacerlos únicos de diversas formas, entre ellas, por ejemplo el ritmo de su líneas de diálogos (frases más o menos puntuadas), la complejidad de las frases (oraciones más o menos cortas, con elementos subordinados o no) y el empleo de las acotaciones para informar de la actitud que toman al hablar. Una forma muy útil, además, es seleccionar adecuadamente el vocabulario, la dicción y el dominio del lenguaje de estos personajes, es decir, el idiolecto particular de estos. Para definir los idiolectos de los personajes de una obra es muy útil conocer las peculiaridades lingüísticas de la sociedad en la que están inmersos. ¿Cómo podemos abordar un estudio así sin apelar al fracaso?
Una estrategia excelente es recurrir a un somero análisis sociolingüístico de la sociedad de la que provienen estos personajes, definiendo “estratos sociolingüísticos”. ¿A qué nos estamos refiriendo con semejante término?
La sociolingüística, según el DRAE, es la “disciplina que estudia las relaciones entre la lengua y la sociedad»; una de las acepciones de estrato es “capa o nivel de una sociedad». Por tanto, los estratos sociolingüísticos serían los distintos niveles en los cuales discriminaríamos una sociedad cualquiera desde el punto de vista lingüístico: cómo hablan, en suma.
Por lo general, el individuo medio de un estrato social “hereda” una serie de características lingüísticas que marcarán de forma inevitable su idiolecto o uso particular de la lengua. Un ejemplo sencillo es pensar en un clérigo y en un campesino, ambos europeos y del s. XIII. Aún hablando el mismo idioma, está claro que no se expresarían de la misma forma. Hoy en día, supuestamente, hay menos barreras culturales, pero aún así hay diferencias lingüísticas (más o menos notables) entre los miembros de una misma sociedad (aunque se comparten muchos rasgos comunes, gracias al efecto homogeneizador de los medios de comunicación); si esas diferencias existen ahora no es difícil imaginar cuán importantes serían unos cuantos siglos atrás.
Evidentemente, muchas de esas diferencias son relativas al tono y enunciación, y, por tanto, resultan extremadamente difíciles de trasladar al lenguaje escrito. También está claro que un individuo cualquiera no está condenado a hablar de una forma determinada por pertenecer a un determinado estrato sociolingüístico. Pero son excepciones puntuales.
Bien, hemos decidido emplear esos estratos para caracterizar la “herencia” lingüística de nuestros personajes. ¿Cómo los definimos?
La forma más lógica sea quizás partir de una estructura de clases para la sociedad en cuestión y luego matizar el habla de los distintos estratos sociolingüísticos. Para diferenciar los distintos estratos hemos de tener en cuenta algunos conceptos básicos:
a) Por lo general, el habla en zonas rurales o rústicas es “peor”, dado que al estar más aisladas, sus habitantes tienen un acceso mucho más difícil o prácticamente imposible a los medios de expresión cultural. El idioma también está más “estancado” por la misma razón.
b) En las ciudades el idioma evoluciona mucho más rápido; un individuo medio tiene más oportunidades de mejorar su idiolecto, enriquecer su vocabulario, mejorar su dicción, etcétera, ya sea asistiendo a una representación teatral o escuchando un pregón, por poner dos ejemplos sencillos. Y además, por rígidas que sean las barreras entre clases, en las ciudades hay mucha más interacción entre las mismas que en las zonas rurales. Esa interacción retroalimenta la riqueza lingüística de una sociedad y favorece la evolución continua de un lenguaje.
Pero veamos un ejemplo. Vamos a suponer la típica sociedad equivalente a una época del bajo medievo, diferenciada en los siguientes estratos sociales:
- Nobleza
- Clero (del dios o dioses que sean)
- Militares
- Burgueses (gremiales, burguesía propiamente dicha, etcétera)
- Arrabaleros (los habitantes de los arrabales y suburbios de las ciudades)
- Campesinos
Una vez planteados estas clases sociales, u otras cualesquiera, es útil ordenarlas de forma cualitativa en estratos sociolingüísticos. Una cuantificación numérica para el dominio o nivel del lenguaje puede ser cómoda, siempre y cuando no se considere de forma muy estricta. Para nuestro ejemplo usaremos una escala de –2 a +2.
Los estratos sociolingüísticos, por orden ascendente de “nivel lingüístico”, serían:
- Campesinos (–2)
- Arrabaleros (–1)
- Militares (–1)
- Burgueses (+0)
- Nobleza (+1)
- Clero (+2)
Veamos las razones por las que nos hemos decantado por esta estructura sociolingüística:
Diferenciamos seis estratos sociolingüísticos, uno por cada clase social que establecimos antes. La valoración cuantitativa de su nivel lingüístico se ha establecido según diversos criterios.
- A los campesinos les hemos otorgado el peor valor, –2. Tienen un acceso nulo a casi cualquier forma de expresión cultural y ninguna oportunidad de recibir formación académica; además suelen habitar pueblos y aldeas a varias jornadas de viaje de cualquier ciudad.
- Los arrabaleros les siguen cerca. El lenguaje que emplean es mejor porque están más cerca de otros estratos sociales con mayor formación y, también, su acceso a las expresiones culturales es mejor que el de los campesinos.
- Los militares forman otro estrato sociolingüístico. Sin embargo, les otorgamos un valor cuantitativo igual al de los habitantes de los arrabales. Esto no significa que hablen igual, pero sí que su dominio del lenguaje es equivalente. Pero, por poner un ejemplo sencillo, un soldado conocerá una terminología precisa relativa a su oficio y una jerga propia que un arrabalero no tiene por qué conocer (vocablos muy precisos, como encamisada, tornillear, fajina, gavión, pavés; acepciones militares de otros términos y por poner otro ejemplo, los nombres de las distintas formaciones tácticas). De ahí que tengan estratos sociolingüísticos diferentes.
- Los burgueses son el estrato con un valor cuantitativo neutro, +0. Muchos de sus miembros tienen acceso a una formación académica, siquiera básica, y pueden permitirse el acceso a expresiones culturales que enriquecen su lenguaje. También pueden evitar el uso de determinadas expresiones para diferenciarse de los estratos sociales inferiores, por ejemplo emplear con menos frecuencia dichos soeces o insultos.
- El clero es el estrato mejor parado cualitativamente. En una sociedad típicamente medieval o equivalente son los poseedores, guardianes y transmisores de la cultura. (Nota: es más que objetable que el clero tenga un valor homogéneo. Un sacerdote de una capilla en un pueblo, allá por donde el diablo dijo buenas noches, puede no tener mucho nivel lingüístico, aunque sí debería tener uno muy superior a sus vecinos.)
- La nobleza les sigue en valor cuantitativo, con +1. Está claro que tienen un acceso preferente a la cultura de la sociedad y habrán recibido una formación académica básica, o deberían haberlo hecho[i].
Una vez definidos estos estratos lingüísticos, hemos de adoptar consecuentemente una serie de mecanismos para diferenciarlos; esto es: si hemos decidido que un campesino hablará peor que un clérigo, ¿qué estrategias emplearemos para que dicha diferencia se vea reflejada en el texto? Véamoslo en el siguiente punto:
Estrategias para la caracterización de estratos sociolingüísticos
Con “estrategias” nos referimos a los trucos, artificios y trazas para conseguir diferenciar los distintos estratos sociolingüísticos antedichos. Aunque hay un gran número de opciones, entre las más interesantes y efectivas se encuentran las siguientes:
Vulgarismos y usos incorrectos del lenguaje.
Es obvio que este tipo de estrategias irían orientadas a caracterizar estratos sociolingüísticos con niveles lingüísticos “defectivos”, en sentido amplio; en nuestro ejemplo anterior, a los estratos por debajo del +0. No significa eso que los estratos “superiores” (y hay que incidir de nuevo en que hablamos en términos necesariamente abstractos) no incurran en vulgarismos y usos incorrectos del lenguaje, pero sí es lógico pensar que lo harán en menor medida. (Este punto se asocia directamente con el relativo a los insultos y el lenguaje soez, si bien no son equivalentes: un vulgarismo no tiene por qué ser soez.)
En cuanto a los vulgarismos, estrictamente hablando, tenemos que el DRAE[ii] arroja unas 232 entradas. Los términos considerados como vulgares son bastante comunes en el lenguaje cotidiano, aun entre las personas del mejor nivel lingüístico, sobre todo si se dan en conversaciones distendidas. Conviene dejar claro que no se limitan a términos específicamente vulgares, como “acojonar”, “putero” o “bujarrón”, sino que además los vulgarismos agrupan las acepciones vulgares de palabras que en otros contextos no lo son en absoluto (cabrón, cepillar, correr, etcétera) y abarcan otros ámbitos, como los sintácticos, fonéticos, morfológicos, etcétera. De cada uno de estos se expondrán unos cuantos ejemplos, pero es conveniente antes añadir dos breves notas:
- Resulta curioso comprobar como términos en absoluto vulgares cambian su significado a lo largo del tiempo y acaban siéndolo. Por ejemplo, correrse, que antiguamente su significado figurativo era más o menos confundirse, azorarse, avergonzarse ahora tiene una acepción sexual, claramente vulgar. Otro ejemplo curioso es follar, que en un principio significaba soplar con el fuelle, y que acabó por tener varios significados vulgares, como soltar una ventosidad sin ruido y la más habitual, sinónima del acto de copular. Un ejemplo no menos curioso es guay, un equivalente poético de la interjección ¡ay! (¡Guay de ti!), que ahora tiene una significación completamente distinta.
- Aunque bien podría dedicársele mayor interés a la creación (o derivación) de términos nuevos (neologismos), la posibilidad de crear términos vulgares propios es muy interesante. Si son imaginativos y el lector puede deducir su significado del contexto, nuestro texto ganará en personalidad y coherencia interna.
Y ahora vayamos con algunos ejemplos de vulgarismos:
Sintácticos:
- Dequeísmo: anteponer de forma innecesaria la preposición de. Ej: Le dije de que viniera. Pienso de que no tienes razón. También podríamos incluir aquí los errores al emplear de forma correcta las construcciones con de, como no discriminar bien entre las expresiones deber + infinitivo (que connotan obligación) y deber de + infinitivo, que connotan una suposición del hablante.
- Los siempre controvertidos loísmos, laísmos y leísmos.
Fonético–morfológicos:
- Yeísmo: pronunciar la elle como ye. Gayina por gallina, poyo por pollo, etc.
- Ceceo: según el DRAE es “Pronunciar la s con articulación igual o semejante a la de la c ante e, i, o a la de la z. En los siglos XV al XVII, pronunciar las antiguas s y ss como las antiguas z y ç”. Ej: cerpiente, por serpiente; cerrín, por serrín, etcétera.
- Seseo: de nuevo nos dice que es “Pronunciar la z, o la c ante e, i, como s, ya sea con articulación predorsoalveolar o predorsodental, como en Andalucía, Canarias y América, ya con articulación apicoalveolar, como en la dicción popular de Cataluña y Valencia”. Ejemplo: sapato, por zapato.
- Supresión de fonemas o alteración de estos: mu por muy, na por nada, conceto por concepto, acojonao por acojonado, ¿Qué ha sío eso? por ¿Qué ha sido eso?, agüelo por abuelo, abujero por bujero, etcétera.
- Adición de fonemas: aluego por luego, asín por así, enantes por antes, etc.
Barbarismos:
Aquí se incluyen todos los fallos derivados por interferencias entre idiomas, tanto por situaciones de bilingüismo como por contacto geográfico o poderes mediáticos y modas: galleguismos, catalanismos, lusismos, galicismos, anglicismos, etcétera, además de barbarismos de propia factura (relativos a lenguas ficticias, se entiende). Los barbarismos son una forma interesante de construir una situación lingüística más creíble.
Las modas lingüísticas suelen repercutir, por otra parte, en las clases de mayor cultura antes que a las otras; se trata de barbarismos bien vistos, adoptados conscientemente.
Ejemplos de creación de vulgarismos:
Como se comentó párrafos atrás es una opción muy interesante. Pondremos aquí algunos ejemplos ilustrativos:
Vulgarismos por cambio de acepción:
- descerrajar: derivando la acepción “Disparar con arma de fuego», podríamos darle una acepción obscena equivalente a correrse.
- espingarda: para complementar la anterior palabra, espingarda podría significar miembro viril. Tenemos asimismo la expresión descerrajar la espingarda.
- apuradero: letrina.
Neologismos:
- afiambrar: “convertir en fiambre, matar». Muy similar a “atocinar” o “acogotar».
- agrillar: poner grillos.
Expresiones vulgares:
- apalear el cirio, menear el compadre: masturbarse.
- coronar de astas: poner los cuernos.
- soltar la estiba: defecar.
- bufanda de esparto: la horca. “Le pusieron la bufanda de esparto.»
- añudar la garla, la gorja, el trago: ahorcar.
- agrillarle los zancajos: ponerle grillos (grilletes) a alguien; llevarlo preso.
- servir la sopa: vomitar.
Los vulgarismos y las falsas erratas
El empleo de vulgarismos y usos incorrectos del lenguaje conlleva el riesgo nada desdeñable de que alguien, al leer un texto, no los considere una artimaña literaria, sino una genuina errata; de ahí que sea importante recalcar que su uso debería limitarse a los diálogos que mantienen los personajes o en casos muy concretos de narrador cronista. Una opción para evitar dichas confusiones puede ser emplear la cursiva para estos términos vulgares o incorrectos, pero puede ser demasiado llamativa y su uso (o sobreabuso) puede redundar en que estos términos dejen de parecer naturales y espontáneos.
Términos obsoletos (anticuados/en desuso)
El empleo de términos obsoletos (definición con la que se engloban los términos en desuso o anticuados) puede ser muy útil para caracterizar a estratos sociolingüísticos aislados geográfica o culturalmente, como el estrato de los campesinos en el anterior ejemplo. Por supuesto, el concepto de “obsoleto” es relativo a la época que considerada como equivalente para el marco de la historia. Por ejemplo: la acepción “carta o nota breve” para la palabra “billete” tiene hoy en día un uso meramente anecdótico; el término, en esa acepción, está obsoleto. No lo estaba antes del s. XIX, cuando el empleo de la acepción actual aún era escaso.
Hay muchos ejemplos curiosos de términos obsoletos que han pervivido en zonas aisladas geográficamente. Por ejemplo, la mayoría de las peculiaridades del español de las américas se deben a que en su español han pervivido muchos términos y giros idiomáticos que en el s. XVI eran comunes a los peninsulares. El voseo, tan característico del español argentino y paraguayo, por ejemplo, era habitual en el español peninsular que llevaron los conquistadores de sudamérica; términos como “plata” para dinero, “platicar” para hablar, y otros tantos, son ejemplos de ello. (Conviene dejar claro que el voseo predomina en Argentina y Paraguay y en América Central, y en otros países, como Chile, Colombia o Ecuador, se considera un rasgo de gentes rústicas e iletradas.)
No debe olvidarse que el uso de estos términos sirve para “dar color” al lenguaje empleado por los personajes de una historia. Por tanto es algo arriesgado usar términos que al lector le cueste relacionar con el término más moderno y que, por tanto, considere antiguos; se estaría echando a perder el efecto y, a la vez, el texto estaría repleto de multitud de términos extraños al lector; conviene, pues, aconsejar mesura en su empleo.
Vocablos de “época»
Esto viene a ser una reafirmación de lo que dijimos referido al lenguaje del narrador, pero esta vez en un sentido más estricto: si en el caso de un narrador omnisciente puede ser una opción, en el caso de los personajes es obligatorio que hablen empleando vocabularios muy específicos relativos a su oficio, condición y época, al menos si se quiere que lo que cuentan sea creíble. De ahí que sea útil y casi imprescindible hacer glosarios, que podemos discriminar según los distintos estratos sociolingüísticos.
Jerga, argots y jerigonzas varias
Las jergas y los argots son uno de los principales motores de la renovación de una lengua. Son el ejemplo de la innata creatividad asociada al uso del lenguaje humano: crean y derivan nuevas palabras y acepciones, retuercen y adaptan el lenguaje para apartarse de él; sin embargo, buena parte de sus términos más aceptados acaban por formar parte el lenguaje, y, así, anulan su vigencia, de tal suerte que se conforma un ciclo de continua retroalimentación entre el lenguaje cotidiano y las jergas o argots: se crea un término desvinculado del lenguaje común y, cuando este acaba por absorberlo, surge otro para ocupar su lugar. Por tanto, las jergas están en continua renovación; sus objetivos son, principalmente, dos:
- Desligar un grupo del resto de la sociedad gracias a un lenguaje propio, “solo para iniciados”.
- Favorecer la identidad y cohesión de tal grupo.
Para facilitar la distinción entre jerga y argot aceptaremos por conveniencia la segunda acepción del DRAE para argot, “lenguaje especial entre personas de un mismo oficio o actividad”, si bien no es una distinción ni mucho menos absoluta. Así, podremos distinguir dos grandes familias:
- Jergas profesionales o argots: están condicionadas por una profesión que requiere vocablos muy específicos para garantizar la mayor exactitud a la hora de comunicarse. Son mucho menos creativas y dinámicas que el siguiente tipo. Como ejemplos tenemos la jerga médica, la militar, la musical, etcétera.
- Jergas de grupo: están condicionadas, más que por una actividad, por la condición social de sus hablantes. Son mucho más cambiantes y creativas que los argots, y sus términos son bastante menos precisos.
No obstante, esta distinción no es absoluta; podemos encontrar ejemplos de jergas marcadas con la actividad profesional de sus integrantes y además por su condición social. El ejemplo más claro es la germanía, un lenguaje secreto y exclusivo de los ladrones y rufianes (principalmente del siglo de Oro español), de una riqueza léxica extraordinaria.
En todo caso, ¿cuándo convendrá caracterizar un estrato sociolingüístico por medio del uso de determinada jerga o argot? Como se ha apuntado ya, la jerga aísla a un determinado grupo del resto de la sociedad, por lo su uso será de especial interés para los grupos que dicho aislamiento sea beneficioso, como, por ejemplo, aquellos colectivos marginales (comunidades de ladrones y asesinos, por ejemplo; tenemos de nuevo la germanía como ejemplo prototípico). Los argots, por otra parte, son indispensables para transmitir conceptos muy particulares de una profesión de forma precisa e inequívoca, de modo que todo colectivo profesional acabará desarrollando, en la medida que lo necesite, un argot propio (navegantes, músicos, sabios y eruditos, artesanos de los gremios, médicos, etcétera).
Acuñación de términos en las jergas y argots
Las jergas y argots acuñan sus términos siguiendo un buen número de estrategias. Conviene tener en cuenta estas consideraciones:
Por lo general, los argots dependen del estado de desarrollo de un determinado arte o profesión y son menos volubles que las jergas, mucho más dependientes de modas y tendencias pasajeras, así que construyen sus nuevos términos principalmente por métodos de traslación morfológica: sustantivación de verbos, adjetivación de sustantivos, etcétera, dado que la función del argot es, ante todo, ser preciso; en consecuencia, se buscan esos sustantivos, adjetivos o verbos que hagan falta para describir algo en una palabra cuando por otras circunstancias se haría con más. Por otra parte, a menudo los argots emplean términos extranjeros para suplir una ausencia (o supuesta ausencia) en el vocabulario.
Podemos considerar, por tanto, que las jergas son más variadas a la hora de crear nuevos términos, si bien no debemos interpretar esto de forma muy estricta. En cualquier caso, la siguiente relación describe los mecanismos más habituales para la acuñación de nuevos términos en un argot o jerga:
I. Creación de nuevas acepciones:
La creación de nuevas acepciones se sitúa entre estas dos estrategias:
- Distorsión absoluta del significado: cuando se crea un nuevo significado para una palabra que no puede descifrarse (al menos no sin dificultades) conociendo su acepción habitual. En la germanía, la mayor parte de las nuevas acepciones siguen este patrón. Ejemplos: falso y ganzúa (verdugo), bravo (juez), peste (dado), pluma (remo), etcétera.
- Distorsión derivada del significado: la nueva acepción guarda una relación más o menos evidente con la habitual, de tal forma que el oyente puede descifrarla por sí solo. Ejemplo: columbrón (vistazo), trotona (puta), filosa (espada), blanda (cama), etc.
Por supuesto, a veces esta distinción no está tan clara; es posible que para algunos legos en una determinada jerga la nueva acepción sea un misterio y para otros sea algo evidente.
II. Expresiones y dichos:
Para la creación de expresiones, dichos y sentencias, tan comunes en los argots, hay dos opciones básicas:
- Componerlos con palabras habituales para conseguir, en conjunto, un nuevo sentido a lo que estamos expresando.
- Emplear palabras y acepciones propias de la jerga.
III. Neologismos:
Las jergas crean nuevos vocablos (adjetivos, sustantivos, verbos…) siguiendo una gran variedad de estrategias, entre ellas la adaptación de onomatopeyas, la supresión o adición de fonemas a términos ya establecidos, el empleo de analogías, por extensión gramatical, etcétera.
Insultos y lenguaje soez
El insulto ha sido, es y será uno de los engranajes inevitables en la comunicación humana; todos hemos insultado o nos han insultado alguna vez.
Los personajes de una historia también recurrirán con frecuencia al insulto o el lenguaje soez (el cual suele componerse de insultos o es al menos frecuentemente insultante, si bien un insulto no tiene por qué ser soez, aunque la gran mayoría de ellos lo sean o, al menos, aludan a aspectos soeces). Una caracterización adecuada de los insultos que empleen será un puntal excelente de su credibilidad como personajes.
Aunque el uso del lenguaje soez y los insultos parezca estar destinado a priori a caracterizar a los estratos sociolingüísticos más bajos, el insulto es un mecanismo demasiado útil e instintivo como para que los estratos sociolingüísticos más “elevados” no recurran a él de un modo u otro.
¿Por qué? ¿Es tan inevitable el insulto? Quizá convenga reflexionar un poco sobre su naturaleza.
Algunas consideraciones previas
En todas las culturas existen insultos, de una u otra índole. Los hay en menor o mayor número. La cultura japonesa, de costumbres sociales muy rígidas, tiene un número al parecer bastante menor que otras culturas, como las europeas. En cualquier caso, en todas las sociedades se ha insultado, y todas las culturas tienen, también, un ritual para insulto y su satisfacción: abofetear al otro, arrojarle el guante, mesarse las barbas, rasgarse las vestiduras, escupir, y un largo etcétera.
Uno de las características más interesantes del insulto es que aquel que se considere el más grave y dañino para un género retrata a una sociedad, ya que viene a determinar, de facto, su escala de valores por el sencillo proceso de la negación: con ese insulto la sociedad rechaza lo que le parece inaceptable en un hombre o una mujer. García Meseguer, en su Lenguaje y discriminación sexual (1984) viene a decirnos algo similar:
“El análisis de os insultos, en cualquier cultura, es fecundísimo para conocer los valores sociales convenidos. Un insulto es una negación de una cualidad que se supone debe existir. Por consiguiente, la lectura de su definición ofrece […] cuáles son las cualidades, o conductas, que la sociedad espera del individuo.”
En la mayoría de las sociedades, sobre todo las europeas, el insulto más grave para una mujer es la condición de prostituta y su legión de sinónimos, y, para el hombre, la de homosexual. Estos vocablos vienen a ser unos insultos “comodín”, una suerte de insultos–baúl, capaces de aglutinar lo peor que puede atribuirse a una persona de un sexo u otro. Se le puede llamar puta a una mujer que nos cae mal, o cuyo comportamiento reprobamos, o que nos ha hecho una jugarreta, una putada (algo digno de una puta), sin que realmente tengamos pruebas acerca de su comportamiento sexual; y lo mismo, con matices, claro, para el caso del apelativo masculino denigratorio por excelencia en nuestra cultura, maricón.
Pero no en todas las culturas tiene por qué ser así, y menos en una fantástica. Por poner un par de ejemplos, no parece muy creíble que en la Grecia antigua apelar de homosexual fuera tan grave como en nuestra sociedad actual, dado que ciertas prácticas homosexuales eran consideradas normales (aunque no todas); en una cultura que consagrase a las prostitutas o que tuviera una especie de prostitución ritual, como el que se ofrendaba a la diosa de origen cananeo Ashtart, no debería tener mucho sentido el insulto de puta como tal en sí.
En cualquier caso, el insulto puede emplearse –y se emplea– como una herramienta de represión sexual: siguiendo el ejemplo de puta, una mujer que tiene comercio carnal con muchos hombres (lo del dinero viene a ser lo de menos en esto de insultar), se trata de reprimir la libertad sexual de la mujer, sin duda; vendría a ser, tal vez, un intento de proteger la paternidad, dado que en una sociedad en la que no existan medios anticonceptivos fiables una mujer que tenga ayuntamiento con varios hombres acabará por tener hijos cuya paternidad será más bien discutible. Está bien claro que en la mayoría de sociedades –y ahí está el lenguaje para dar fe– se reprueba la promiscuidad femenina en la misma medida que se perdona e incluso alienta la masculina.
No obstante, el insulto abarca muchos más registros. Se ocupa de censurar vicios y comportamientos, matizando así sus escalas de valores. Sirve para aliviar malos humores y como preámbulo para la violencia, una especie de atisbo de nuestro yo animal más profundo; por ejemplo, el insulto se emplea como una predisposición progresiva, casi una justificación, de un acto violento. Alguien que ataque a otro sin mediar una justificación razonable, esto es, un insulto en la mayoría de las ocasiones, nos parece un loco, alguien peligroso, imprevisible (y con razón). También sirve como vehículo de la xenofobia, subrayando así, tal vez, la propia identidad cultural de una sociedad al señalar como ajenos, propios de extranjeros, los vicios y comportamientos que deplora.
Pero tiene registros menos agresivos: puede usarse de forma cariñosa, normalmente con diminutivos (¡ay, qué cabroncete eres!); como elogio (¡qué bueno es, el hijo de puta!); como desafío a lo religioso, en el caso de las blasfemias; y, en suma, viene a ser una válvula de escape para la sociedad: el insulto pone en su sitio tanto al miserable como al poderoso, puede ser abiertamente escatológico y soez, etcétera.
Caracterización de estratos sociolingüísticos
Está claro que los insultos y el uso de lenguaje soez en general servirán para “darle color” y credibilidad a los estratos sociolingüísticos más bajos, si bien de los superiores no tenemos por qué excluir el uso de insultos, aunque definitivamente, en los estratos sociolingüísticos superiores, el lenguaje “de mal gusto” estará por lo general peor visto. Por otro lado, determinados estratos sociolingüísticos pueden ser menos permisivos de lo habitual con el lenguaje soez; en nuestro ejemplo anterior, tenemos al Clero. Eso no quita para que un clérigo del medievo no dijera algún taco que otro, o muchos, e incluso que blasfemara; pero teóricamente el individuo medio de ese estrato debería emplear menos insultos que los de otros estratos. Conviene dejar claro que un mismo individuo no habla de la misma forma en todas las situaciones, como es lógico; hablamos de los registros sociolingüísticos, que trataremos más adelante.
Sin embargo, está claro que si bien todos los estratos sociolingüísticos usarán en mayor o menor medida un lenguaje ofensivo, este no tiene por qué ser el mismo. De hecho, como comentamos antes, los insultos son relativos a la escala de valores de una sociedad, y esta no tiene por qué ser uniforme en todos los estratos que la componen. Por poner un ejemplo sencillo, y siguiendo nuestro ejemplo, llamar ladrón a un noble es una afrenta, pero a un arrabalero es poco menos que una broma. De ahí que sea muy importante, primero, determinar la idiosincrasia de la sociedad en cuestión para tener claro qué escala de valores es más conveniente y, luego, ir matizando para cada uno de estos estratos sociolingüísticos.
Ejemplos:
Una sociedad en la que una poligamia “inversa” (esto es, una mujer tiene más de un compañero masculino) es la norma o en la que la paternidad sea algo vago o incluso un bien común del grupo (una paternidad compartida, por ejemplo) tenderá a ser menos represiva con la mujer y, por tanto, los insultos hacia la mujer no tendrán una naturaleza sexual, al menos no penalizarán conductas promiscuas.
Otras culturas pueden considerar la traición, la cobardía o la mentira como la peor de las faltas y gravámenes en las que pueda incurrir uno de sus miembros, al tiempo que en otras sean faltas “menores”.
En el caso de distintas religiones, insultar a los dioses de una sociedad será muy probablemente una ofensa terrible; aunque, curiosamente, los propios feligreses pueden blasfemar como un medio para liberar tensión, sin que sea una ofensa.
Notas:
i No obstante, no hay que olvidar que la cultura de la nobleza es relativa al estado de caos social que exista. En épocas de mayor caos, de pequeños reyezuelos e incontables luchas intestinas, el noble (sobre todo hombre) es un personaje mucho más guerrero, que puede despreciar incluso la noción más básica de cultura, como saber leer y escribir. Deberían tener, eso sí, más modales que un campesino, si la ocasión lo requiere. La situación cambia cuando las ciudades crecen gracias a una estabilización social, casi invariablemente asociada a una figura capaz de concentrar el poder y acabar con las luchas. El noble se convierte en satélite y se traslada a la corte y la ciudad, en términos simples porque al rey le conviene tenerle bien vigilado. El noble busca nuevos entretenimientos y las siguientes generaciones de nobles se procuran una mejor cultura, pues la cultura es un sinónimo de prestigio, igual que el mecenazgo artístico o, incluso, la moda.
ii DRAE: Diccionario de la Real Academia de la lengua Española, vigésimo primera edición.
2004, Zaral Arelsiak, José María Bravo, Óscar Camarero, María de los Ángeles Flores, Israel Sánchez. Publicado bajo licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-No Derivadas 3.0 Unported.