Autoedición digital, o el nuevo Parnaso

No me resisto a enlazar directamente dos entradas de la bitácora de Fran Ontanaya (debe de haber un término gringo para este descaro, pero lo ignoro), que espero os resulten tan interesantes como a mí:  ¿Cuánto gana un escritor? y ¿Quién necesita editores?.

En cuanto al primer artículo, cuánto gana un escritor, siempre me lo había figurado, aunque claro, no es lo mismo ver las cifras así, en crudo. Que uno no puede vivir de la literatura per se es una realidad que muchos conocen de primera mano. Salvo unos pocos elegidos, la mayoría de escritores profesionales viven de otras actividades: conferencias, talleres, artículos en prensa impresa o digital, apariciones en televisión, como jurados en concursos… y en algunos —tristes, en mi opinión— casos, de la farándula.

Pero para mayor inri, el caso de los autores en España es aún peor. El mercado editorial estadounidense funciona con anticipos: el editor compra los derechos de tu obra, que no tiene por qué estar escrita, sino que puede ser tan solo un esbozo; y con ese dinero, el autor vive o malvive mientras escribe su obra.

Aquí —salvo unos pocos elegidos, insisto— no es así. Has de terminar el manuscrito, enviarlo íntegro a la editorial, y cruzar los dedos. (Y, si no tienes otra fuente de ingresos, vivir del aire. El ayuno fortifica).

En el segundo artículo, Ontanaya argumenta a favor de la edición en formato digital. A sus argumentos —coincido con la mayoría— yo sumaría otro: la autoedición digital da el control absoluto del aspecto final de su obra al autor. Desde la maquetación, a la cubierta, pasando por los textos de contraportada y otros paratextos, todo, en fin, está en sus manos. Obviamente, esto un arma de doble filo y no es poco peso para según qué hombros. Pero también ahorra sorpresas inesperadas y amargas decepciones, y la satisfacción de pergeñar tu obra —para bien y para mal— a tu antojo es enorme.

Asimismo, el autor controla la promoción de su obra. Qué canales usa para atraer al lector dependen de su decisión. Además, la autoedición digital abre nuevas vías alternativas a la comercialización monolítica del libro impreso. ¿Quieres publicar tu obra por entregas sucesivas? ¿Deseas retroalimentar el desarrollo de la trama con los comentarios de tus lectores? ¿Quieres permitir la descarga gratuita de buena parte de la obra y que el lector, si desea continuar leyéndola, tenga que comprar la otra mitad? Etcétera.

Y como consecuencia lógica de que el autor es dueño de la promoción y comercialización de su obra, también está mucho más cerca de sus lectores. En el viejo modelo, el escritor tiene que agradar primero al editor. En el nuevo, tan solo se debe a sus lectores.

Cuando analizo las reticencias del sector editorial —y de bastantes autores, también— ante las posibilidades de la edición digital, no hago sino preguntarme qué opinarían los autores del pasado —mucho más grandes que nosotros, que nos erguimos sobre sus hombros— de este avance. ¿Qué pensarían (superado el abismo de los siglos y el choque cultural) de la edición digital nuestros autores del Siglo de Oro? Francisco de Quevedo, Lope de Vega y Cervantes, entre otros, hubieran vendido su alma al demonio por tener la posibilidad de divulgar su obra de este modo.

Y sin embargo, muchos autores recelan, tuercen el gesto y ponen trabas al futuro de las letras. ¿Por qué?

Como en muchas ocasiones, la respuesta es bien sencilla: porque tienen miedo.