Autor 2.0, o la madre que parió a Narciso

Narciso_de_caravaggio

El otro día leí en librodenotas.com un breve artículo de Marcos Taracido que abordaba una de mis viejas preocupaciones con respecto a la literatura: la identificación del autor con su obra. Concretamente, Marcos decía:

La heteronimia debiera ser, quizás, una obligación para el autor; firmar su obra con nombres extraños al suyo propio podría ayudar a desgajar esos cuerpos siameses que son el autor y el narrador para los lectores.

Siempre he sido de la opinión que obra y autor han de estar perfectamente separados. Realmente no importa que una obra que nos ha gustado la haya escrito Fulano, albañil en su día a día, o Zutano, catedrático de la universidad de Salamanca (es un poner).

Tampoco importa si el autor es feo o guapo, alto o gordo; o que cargue más bien a derechas o izquierdas, políticamente hablando; o qué sé yo, que hable con acento maño, andaluz o vasco. No nos importa, o más bien, no nos debería importar.

Sin embargo, la disociación necesaria entre escritor y obra se da de bruces con la nueva concepción del autor, bautizada como “2.0”, en consonancia con la tan traída Web 2.0., conocida por el lema la web como plataforma (social).

Antes, cuando no había interné salvo en ensoñaciones propias de la ciencia ficción y uno se curraba las cosas a mano, los autores eran una foto en las solapas interiores de un libro. Quizá ni eso; un nombre, como mucho, que si era extranjero decía bastante poco; como anécdota, les juro que durante mucho tiempo creí que la Dragonlance[1] la habían escrito dos señoras, Margaret Weis y Tracy Hickman.

Años más tarde me enteré que Tracy Hickman era un señor. Ahora me basta con teclear su nombre y tengo una foto a color de este buen hombre, y puedo comprobar que es un señor calvete, con perilla y tirando a bien alimentado. (A mí me gustaba más la idea de que fuera una señora, la verdad. De buen ver, ya puestos.)

A lo que iba: se acabó eso del autor gris, desconocido, encerrado en la soledad de su torre inaccesible, del que sabemos unos pocos datos biográficos recabados con dificultad. Ahora lo que prima es la redefinición del autor como personaje. Este es otro producto más que vender junto a su obra.

Ya no basta con arrojar al mundo nuestras obras, tal que botellas con mensaje a la deriva; hoy en día, salvo que tengas el abrigo de una gran editorial por tu parte, la promoción te la haces tú mismo: la idea es encontrar tu nicho entre los lectores y fidelizarlo, lo cual es, por otra parte, una tarea de por vida.

La buena noticia es que tienes muchos medios para hacerlo. Redes sociales, la consabida bitácora, archivos multimedia, presentaciones interactivas, marketing viral… la lista es larga. La mala, que te arriesgas a sacrificar tu intimidad en el proceso. Se acabó el anonimato. El señor en blanco y negro que nos miraba desde la solapa de un libro está ahora en Facebook y lo puedes sumar a tus amigos; puedes seguir sus andanzas vía Twitter, leer los últimos desbarres de su bitácora o curiosear sus fotos de veraneo en Flickr.

Así que el peligro de confundir autor y obra, o de prejuzgar el qué según el quién, está cada vez más presente. Pero es lo que hay. Cada vez más, la frontera entre el escritor profesional y el amateur se diluye.

Toca, pues, replantearse el concepto de “escritor profesional”, cada vez más en crisis. A poco que uno oye cosas sobre el mundo editorial le queda bastante claro que si para llamarse profesional un escritor ha de ganarse el pan con lo que escribe, realmente hay pocos que puedan considerarse como tal.

Salvo unas pocas y afortunadas excepciones, la vasta mayoría de escritores profesionales vive de negocios aledaños a la escritura, en los mejores casos; en los peores, tenemos al escritor que ha ganado varios premios de reconocida trascendencia como contertulio en debates televisivos, inanes cuando menos y sórdidos cuando más; bastante alejados de asuntos literarios, eso fijo. No citaré nombres; el que se dé por aludido que se rasque si le pica. Eso sí: cuando veo a esos escritores salir por la tele, no puedo evitar un “manda cojones” que me brota, con desgarro, de lo más hondo del pecho.

Recapitulando, al autor del nuevo milenio, alias “2.0”, no le queda sino aprovechar las bondades de la red (porque las tiene, y en abundancia) para gestionar, como un negocio, tanto su obra como su imagen pública asociada; al cabo, su marchamo de autor será lo único que lo diferenciará del resto. Es eso o quedar condenado al ostracismo.

Los riesgos los he comentado antes, y no quedará sino aceptarlos. Eso sí, creo necesario trazar límites. Saber hasta dónde hay que llegar. Porque, como algunos parecen olvidar, el escritor no es lo que escribe.

[1] Sí, yo también he leído las Crónicas de la Dragonlance, que yo calificaría como un lamentable desperdicio de árboles.