Sobre la autopublicación y otras hogueras de las vanidades
Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta unas monedas o un elogio a cambio de una historia. Nunca olvida la primera vez que siente el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza, un plato caliente al final del día y lo que más anhela: su nombre impreso en un miserable pedazo de papel que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado a recordar ese momento, porque para entonces ya está perdido y su alma tiene precio.
Así comienza El juego del Ángel, de Carlos Ruiz Zafón, y además de un inicio brillante y cautivador es una muy lúcida reflexión sobre el combustible principal del que escribe: llamémosle orgullo, vanidad, ego, necesidad de autorrealización, como nos plazca.
Naturalmente, hay muchos más motivos además del orgullo que impulsan a la escritura. Las más veces, de hecho, uno arranca a escribir guiado por una pulsión interna que no te suelta hasta que plasmas en palabras lo que te obsesiona, sea una idea, una reflexión o una historia.
Así se comienza, en efecto. Pero raras veces se continúa. Cuando alguien sigue haciendo algo que requiere denodados esfuerzos, como una novela, está claro que necesita una motivación sólida. El dinero es una de las mejores formas de motivar a alguien, seamos francos; así que, en resumen, todo lo que se hace bien, se acaba haciendo por dinero. O al menos se intenta.
Y cuando no es posible obtener una remuneración, al menos no en la cantidad necesaria para subsistir, hay que buscar otro motivo. Ahí entra —os lo habéis imaginado, supongo— el ego, el orgullo, la vanidad.
Insisto. No se trata de que no se pueda disfrutar escribiendo una historia y de que no haya otras recompensas adicionales. Claro que se puede. Se puede y se debe. Pero escribir novelas es una tarea ardua, desagradecida y solitaria, y para hacerlo de forma continuada se necesita alimento. Elogios, reseñas favorables, palmadas en la espalda de tus lectores. Ánimos. Alimento para el alma.
Hoy en día la vasta mayoría de los escritores de novelas de género fantástico en español escriben por ego. Y qué demonios, no hay nada de malo en ello. Siempre y cuando se tengan las cosas claras, y los elogios y el dulce veneno de la vanidad, que dice Zafón, no lo intoxiquen a uno.
Necesitaba todo este largo preámbulo para hablar, una vez más, de la autopublicación. Yo creía que los prejuicios en contra de la autopublicación iban remitiendo. Pero parece que no, que siguen ahí, y a tenor de lo que veo, aún hay mucha gente enrocada en su desconfianza hacia los autores autopublicados. Sin ir más lejos, hace poco, en la editorial de un fanzine —omitiré nombres, haceos cargo— aparecía un exhorto tal que este: No autopubliquéis. Así, sin más. No autopubliquéis. No merece la pena.
Y yo me pregunto: ¿por qué? ¿Tan terrible es?
En tiempos, cuando editaba junto a un amigo el fanzine Sangre y Acero, mi sueño frustrado fue el poder hacerlo bien, con calidad, en una imprenta. Por aquel entonces era imposible. Las cosas, por suerte, han cambiado.
Hoy en día es posible autopublicar, en papel o electrónicamente, y es posible hacerlo con calidad indistinguible de la profesional. Citaré como ejemplo a Rodolfo Martínez; con su editorial Sportula deja bien claro que se puede autoeditar a nivel profesional. Su novela El adepto de la reina, publicada en papel mediante impresión bajo demanda, tiene un acabado excelente, sin nada que envidiar al de novelas editadas por editoriales profesionales (que de eso habría que hablar, por lo menudo, algún otro día).
No afirmo que haya que descartar la vía tradicional. Lo que defiendo es que la autopublicación es una alternativa cada vez más interesante y válida.
Porque seamos francos, publicar en una editorial pequeña no es precisamente una bicoca. Hablamos de tiradas pequeñas (1000 ejemplares, de media), mala distribución (es lo que hay, dicen todos), por no hablar de irregularidades en los pagos (mejor lo dejamos ahí; es un tema tabú) o el fantasma de la autoedición encubierta.
(Asunto aparte, claro, es conseguir que tu novela llegue a “una de las grandes”. Que, en España, vamos a ser francos, son dos, tres, a lo sumo.)
Harina de otro costal es el asunto de la promoción de la obra. Al publicar con una editorial deberías tener garantizada una promoción de mayor alcance, ¿no? Pero esta no pasa de organizar los tres o cuatro saraos de rigor con los de siempre. Ya sabéis: presentaciones editoriales al abrigo de la familia y amigos, o quedadas para que los autores se repantinguen en sofás y se den palmaditas en la espalda (cafés y un par de mediasnoches a cuenta de la casa). Ah, claro, sin olvidar el habitual empacho de reseñas en la blogosfera, y, cómo no, los espaldarazos de los figurones del fandom.
Qué voy a decir sobre todo eso que no haya dicho ya (y que no me haya dolido la cabeza después de hacerlo). En materia de gustos, nadie tiene la verdad por el mango, y lo que para muchos es recompensa, para otros es peaje.
Si autopublicas no tendrás nada de eso, salvo que te lo guises tú mismo, claro está. Habrás de soportar, encima, el estigma de la autopublicación, y el sonrojo que acudirá a tus mejillas cuando alguien te pregunte qué editorial ha publicado tu novela.
No estarás solo, eso sí. Compartirás nicho con autores como Rudyard Kipling, Ernest Hemingway, Edgard Allan Poe Stephen King o Mark Twain, que, en su día, también autoeditaron. Hatajo de mindundis…
Y tendrás una satisfacción. Alimento para el ego sólido, verdadero. La satisfacción de que tu obra está al alcance de los lectores –pocos o muchos, eso lo dirá el tiempo—; y el responsable serás tú, y tan solo tú. De lo bueno y de lo malo.
Así que si tenéis una obra, considerad la autopublicación como una de vuestras opciones. Quién sabe. Quizás algún día veamos a un autor autopublicado replicar el éxito de autores gringos como Amanda Hocking o Joe Konrad.
Nota final: Recomiendo encarecidamente la lectura de los artículos de Rodolfo Martínez en Prospectiva, con el título de Epublicar o perecer.
© de la imagen: KennoJC