Mis pecados capitales (en esto de escribir)

Dice el refrán que nadie escarmienta en cabeza ajena. Muchos infieren de lo anterior que a nadie le valen las experiencias de los demás, y concluyen que es inútil dar consejos.

No estoy de acuerdo. Con el refrán, sí, pero no con esa interpretación. Nadie escarmienta en cabeza ajena, de acuerdo; pero bien entendido, esto significa que, para que un consejo te sirva, has de interiorizarlo. Y nadie más puede hacer eso por ti.

Naturalmente, consejos los hay de toda clase y pelaje, y entre ellos, claro, los hay inútiles o incluso perniciosos. Pero asumir que los consejos no sirven para nada sería asumir que no se puede aprender de la experiencia ajena, lo cual es un absurdo.

Dicho esto a modo de prolegómeno, justificación si se quiere, el objeto de este artículo es sintetizar mis peores errores en esto de escribir. Mis pecados capitales.

Quizá le sirva a alguien. Quizá no. Espero que sí, en todo caso. Al poner por escrito estos errores, a modo de contrición literaria, intento analizar mi bagaje como escritor (en ciernes, proto—, ego— o lo que sea), tras unos diecisiete años, más o menos, de tropiezos, desvelos, quebrantos y, eso sí, no pocas alegrías y gozos, también.

Sea como fuere, vamos a ello:

1. Falta de fe

De todos, el más grave y dañino. Acumular pensamientos negativos, derrotistas, del palo a nadie le interesa lo que escribo. Qué más da si escribo hoy o no. Escribo fatal. Etcétera. ¿Os suenan? Espero que no. Si lo hacen, procurad desechadlos. De raíz.

No os creáis, yo no me he desembarazado del todo de estos pequeños cabroncetes. Aún regresan de tanto en tanto, pero al menos ya tengo preparadas las respuestas. Como estas:

A nadie le interesa lo que escribo: ¿Y tú qué sabes? Así que calla y sigue escribiendo.

Qué más da si escribo o no: Debería importarte a ti, sobre todo. Y si no, mal vamos.

Escribo fatal: Escribe más. Ya lo harás mejor, algún día.

2. Esperar a las musas

Segundo pecado en la lista y uno de los culpables de lastrar mi productividad durante años.

No hay que esperar a las musas para escribir. Son unas rameras veleidosas. Insisto: hay que pasar de las musas.

Escribe según una agenda adaptada a tu tiempo, que no ganas, y procura respetarla a rajatabla. Y esto significa escribir cuando toque, de sí o sí, y si la musa no viene…

… que le den mucho por el culo. Ella se lo pierde.

3. Pulir demasiado.

Me refiero al vicio de revisar continuamente lo que vamos escribiendo. Algo absurdo, que no sirve de nada. Sin ir más lejos, ahora estoy reescribiendo los capítulos de una novela. Se supone que estaban «pulidos».

Ajá. Pulidos. Sí, claro. Mis cojones.

De modo que ahora, cuando escribo, procuro hacerlo rápido, sin mirar atrás. Ya habrá tiempo para revisar cuando llegue al final.

Porque la palabra borrador significa eso precisamente. Algo provisional. Poco importa que nos haya salido un churro a la primera. Como bien dicen los gringos, you can’t edit a blank page, que podría traducirse como «No se puede corregir una página en blanco». Por muy malo que sea un primer borrador, puedes corregirlo. Pero a su debido tiempo.

4. Descuidar la lectura.

Durante mi adolescencia fui un lector voraz, que no bajaba de cien libros al año. Esta cifra se fue reduciendo más y más, hasta llegar, incluso, a menos de diez.

Actualmente he conseguido recuperar el ritmo hasta unos treinta libros por año. No es para tirar cohetes, pero algo es algo.

Porque si quieres escribir, o al menos hacerlo bien, has de leer. Mucho. Y no solo del género que te gusta y sobre el que quieres escribir, sino de todo, o casi.

Y no, no se trata de leer libros como quien trata de batir una marca personal. Pero hay que leer, maldita sea. Todo lo que se pueda.

5. No darle la prioridad adecuada.

Escribir es una cuestión de prioridades. No tengo tiempo por X, Y o Z es una frase habitual de los aspirantes a escritor. Y es mentira. Salvo que realmente no tengas nada de tiempo libre, tal que un condenado a galeras, puedes elegir qué hacer con tu tiempo, por poco que sea, si realmente estás dispuesto a ello.

Así que déjate de excusas y ponte a ello, copón.

6. Ansiar la perfección.

El demonio está en los detalles, dicen. Y yo tiendo a complacer demasiado a mis demonios. Lo cual está muy bien, lo de cuidar mucho los detalles, pero cuando has terminado de escribir, no mientras.

Salvo que el detalle sea crucial para la trama que estoy desarrollando, lo anoto en una libreta y lo dejo aparcado para más adelante. Al menos, lo intento.

7. No planificar.

Dicen que hay dos tipos de escritores. De los de brújula y de los de mapa. Los que no planifican y los que sí.

Me parece una división demasiado forzada. Entre los dos extremos, el escritor que no tiene ni la más remota idea de lo que va a escribir al ponerse delante del vacío de la hoja en blanco y el que sabe hasta la última línea de diálogo de sus personajes hay todo un abanico de casos intermedios.

El mío está, desde luego, más hacia los que planifican. Y durante años me resistí a ello por consejos ajenos, por desidia, o creyendo que así lastraba mi productividad. De tal forma que no planificaba, o lo hacía a medias, y entre eso y esperar a la musa, para escribir un capítulo de 3000 o 4000 palabras tardaba dos semanas, como mínimo.

Al final, justo cuando me debatía entre abandonar mi primera novela o echar el resto y acabarla, decidí seguir mi instinto. Agarré el toro por los cuernos y preparé un outline1 de escenas detallado, incluyendo los hitos narrativos de la historia: principio, final, nudos argumentales de mayor relevancia. Y una vez hecho eso me puse a escribir. Rápido. Sin vacilaciones. Y a fe mía que funcionó.

Algunos dirán que esto mata la espontaneidad al escribir. No estoy de acuerdo, claro. Por muy detallado que sea un outline, siempre acaban surgiendo imprevistos, hallazgos más o menos afortunados. Es inevitable. Y no es algo malo per se.

Cuando dirigía partidas de rol acuñé un adagio personal que resume (valga la inmodestia) muy bien lo que pienso al respecto de la espontaneidad: «Improvisar solo merece la pena si no es necesario». Esto es: cuando realmente le saco jugo a la espontaneidad mientras escribo es cuando no la necesito, porque tengo bien claro por dónde voy. Usando la clásica analogía del viaje, si tienes bien clara la ruta puedes hacer una parada extra que no estaba prevista, siguiendo una corazonada. Porque sabes dónde estás y hacia dónde te diriges. Y te apetece, qué coño.

Y por último…

Por supuesto, todos los consejos anteriores son solo eso, consejos. Que sirvan o no, es cosa enteramente del que los lea. Porque ya saben. Nadie escarmienta en cabeza ajena…

  1. Me resisto a usar el término «escaleta», prestado de la radio y la televisión, pero supongo que tendré que rendirme al no encontrar una traducción mejor []